Si no soy estrictamente marxista, ni siquiera
comunista, entonces, ¿por qué defiendo a
la Revolución cubana, la dinámica social del Estado cubano y a este último en
sí mismo? Eso me pregunta un amigo. Mi amigo parte del presupuesto de que una
adhesión y preparación teórica marxista sería lo único que podría asegurar, de
modo coherente, una postura como la mía.
Es verdad que prefiero a Carlota Corday que a Marat, y
las Veladas de San Petersburgo de
Joseph de Maistre al Cándido de Voltaire. Considero El Capital de Marx y La Gran
Transformación de Karl Polanyi como las dos críticas absolutamente vigentes
y legítimas del orden moderno. Sí, padezco de tormentosas contradicciones que
escandalizarían a cualquier militancia políticamente correcta, de la
derecha o de la izquierda, contradicciones que realmente no le recomiendo a
nadie, sobre todo si quiere dormir bien. De todas maneras, dudo que el marxismo
sea, per se, una póliza de seguro
frente a toda vacilación y, además, una garantía de coherencia.
Es bien conocido, pero frecuentemente olvidado, que el
mejor elogio teórico del capitalismo está en el corazón mismo del Manifiesto Comunista, en el que Marx
valora el desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas, propiciado por
este sistema socio-económico, al tiempo que lamenta, con cierto desliz
nostálgico, la destrucción de algunos valores medievales, cosa que me encanta.
Es bien conocido también, el apoyo de Engels a la invasión norteamericana de
México y el balance positivo que hace Marx del capitalismo colonial británico
en la India, además de su sesgada y eurocéntrica visión de Simón Bolívar.
Claramente, estos asertos marxistas provienen de la certeza dialéctica de que
el capitalismo, en la medida que expande la riqueza de sus contradicciones
hacia zonas “atrasadas”, expande también con ellas la posibilidad de la
revolución socialista al mundo entero.
La reflexión marxista se incubó en Inglaterra y parece
que el cordón umbilical, invisiblemente prolongado desde la matriz, siguió por
mucho tiempo estrangulando a la criatura. Usando el lenguaje de ahora,
podríamos decir que el imaginario de Marx era profundamente británico. No por
casualidad, ante la rudeza sensual y los apretujones del criollo Pablo Lafargue con su hija Laura, le dijo algo así como:
"Usted tendrá que amar a mi hija dentro de las coordenadas civilizadas del
meridiano de Londres o no podrá volver a cortejarla." Bueno, eso en sí
mismo no es un defecto, pues los alemanes ya padecían de ese deslumbramiento con
Inglaterra desde antes de Schopenhauer, quien leía con fruición el Times de Londres, como le enseñó ese atinado
y culto comerciante que fue su padre. Deslumbramiento análogo al que padecemos
los latinoamericanos con Estados Unidos. Ese imaginario civilizatorio no es
algo inocuo o una simple característica subjetiva de Marx sin consecuencias
teóricas. Creo que esa condición natal siguió haciendo travesuras, como un
fantasma, dentro del aparato conceptual del marxismo. Marx después mostró, en
su carta a la peligrosa Vera Zasulich, que sus perspectivas eran más amplias,
reconociendo que desde la mir o comuna rusa era posible construir el
socialismo sin pasar necesariamente por el capitalismo altamente
desarrollado.
Sé que la teoría marxista tiene una potencial
capacidad dialéctica para trascender sus propias limitaciones. Desde el método
dialéctico heredado de Hegel, la filosofía de Marx es capaz de crear un puente
entre los polos opuestos de las constataciones objetivas y el de las posibilidades
de un proyecto humano —entre el dato
y la tarea. Pero supongamos, por un
momento, que un marxista, educado en la versión positivista soviética, por
alguna razón o sinrazón, comience a perder sus convicciones políticas, y que lo
poquito que le quedaba de dialéctica termine desdibujándose al tiempo que ve
derrumbarse las instituciones con las que había comprometido de manera
idolátrica o enajenada su fe ¿Qué le quedaría como única certeza delante de sus
ojos? Si para él la construcción del socialismo es algo dudoso o imposible, lo
único duradero que le quedaría de Marx es el productivismo y el progreso
tecnológico que tienen en el capitalismo su máxima expresión. Entonces, le
importaría un pepino el precio humano de estos grandes y deslumbradores avances.
De ahí a comenzar a hablar, ambiguamente, de postmodernidad, posthistoria o
cruzar las líneas enemigas no hay más que un paso. No tengo la menor la duda de que
un marxismo a medias y caricaturesco—¡y ese es el que más se ha enseñado y
propagado!— es la mejor preparación ideológica para convertirse en el más
disciplinado, conformista e intolerante ciudadano del capitalismo mundial.
Yo defiendo la Revolución cubana, en primer lugar,
porque ha sido esencialmente justa, y en segundo lugar, porque me da la gana. Además,
me encantan y me convencen las cosas que
ya no están de moda, ya que la verdad nunca emergió por una mayoría de votos, y
eso quedó demostrado con los procesos judiciales de Jesús y Sócrates. Creo en
los pueblos, pero no en las masas que solo saben comprar o linchar.
Con el proceso social encabezado por Fidel Castro, Cuba
entró en la historia universal y en el camino de la justicia. Ese caballero manchego
es superior éticamente a sus concepciones filosóficas. No. No estoy de acuerdo
con él en todo. Me opongo a su vocación democrática que, aunque reprimida por
la hostilidad norteamericana, se ha manifestado con excesiva magnanimidad. Me
opongo a su excesiva fe en el progreso. Pero no me opongo ni a su grandeza, ni a
la de sus actos.
De Cuba defiendo su proyecto, pero en todo caso la
defiendo tal como está, pues, aun así, es más humana que todas las democracias
que cada cuatro o seis años eligen más de lo mismo.
Algo de las herramientas de Marx se queda conmigo.
Los que renunciaron a él fueron los comunistas—digo, los europeos—, mientras
que en el Departamento de Estado sí lo siguen leyendo en serio. Soy tomista,
heideggeriano, solofloviano y ultrareaccionario, pero no es a Santo Tomas,
Heidegger, Soloviev o Gómez Dávila a quienes le debo la patria.