Tuesday, April 26, 2016

¿A qué me opongo? ¿De qué se trata?

Si no soy estrictamente marxista, ni siquiera comunista, entonces,  ¿por qué defiendo a la Revolución cubana, la dinámica social del Estado cubano y a este último en sí mismo? Eso me pregunta un amigo. Mi amigo parte del presupuesto de que una adhesión y preparación teórica marxista sería lo único que podría asegurar, de modo coherente, una postura como la mía. 

Es verdad que prefiero a Carlota Corday que a Marat, y las Veladas de San Petersburgo de Joseph de Maistre  al Cándido de Voltaire. Considero El Capital de Marx y La Gran Transformación de Karl Polanyi como las dos críticas absolutamente vigentes y legítimas del orden moderno. Sí, padezco de tormentosas contradicciones que escandalizarían a cualquier militancia políticamente correcta, de la derecha o de la izquierda, contradicciones que realmente no le recomiendo a nadie, sobre todo si quiere dormir bien. De todas maneras, dudo que el marxismo sea, per se, una póliza de seguro frente a toda vacilación y, además, una garantía de coherencia.

Es bien conocido, pero frecuentemente olvidado, que el mejor elogio teórico del capitalismo está en el corazón mismo del Manifiesto Comunista, en el que Marx valora el desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas, propiciado por este sistema socio-económico, al tiempo que lamenta, con cierto desliz nostálgico, la destrucción de algunos valores medievales, cosa que me encanta. Es bien conocido también, el apoyo de Engels a la invasión norteamericana de México y el balance positivo que hace Marx del capitalismo colonial británico en la India, además de su sesgada y eurocéntrica visión de Simón Bolívar. Claramente, estos asertos marxistas provienen de la certeza dialéctica de que el capitalismo, en la medida que expande la riqueza de sus contradicciones hacia zonas “atrasadas”, expande también con ellas la posibilidad de la revolución socialista al mundo entero.

La reflexión marxista se incubó en Inglaterra y parece que el cordón umbilical, invisiblemente prolongado desde la matriz, siguió por mucho tiempo estrangulando a la criatura. Usando el lenguaje de ahora, podríamos decir que el imaginario de Marx era profundamente británico. No por casualidad, ante la rudeza sensual y los apretujones del criollo Pablo Lafargue con su hija Laura, le dijo algo así como: "Usted tendrá que amar a mi hija dentro de las coordenadas civilizadas del meridiano de Londres o no podrá volver a cortejarla." Bueno, eso en sí mismo no es un defecto, pues los alemanes ya padecían de ese deslumbramiento con Inglaterra desde antes de Schopenhauer, quien leía con fruición el Times de Londres, como le enseñó ese atinado y culto comerciante que fue su padre. Deslumbramiento análogo al que padecemos los latinoamericanos con Estados Unidos. Ese imaginario civilizatorio no es algo inocuo o una simple característica subjetiva de Marx sin consecuencias teóricas. Creo que esa condición natal siguió haciendo travesuras, como un fantasma, dentro del aparato conceptual del marxismo. Marx después mostró, en su carta a la peligrosa Vera Zasulich, que sus perspectivas eran más amplias, reconociendo que desde la mir o comuna rusa era posible construir el socialismo sin pasar necesariamente por el capitalismo altamente desarrollado. 

Sé que la teoría marxista tiene una potencial capacidad dialéctica para trascender sus propias limitaciones. Desde el método dialéctico heredado de Hegel, la filosofía de Marx es capaz de crear un puente entre los polos opuestos de las constataciones objetivas y el de las posibilidades de un proyecto humano —entre el dato y la tarea. Pero supongamos, por un momento, que un marxista, educado en la versión positivista soviética, por alguna razón o sinrazón, comience a perder sus convicciones políticas, y que lo poquito que le quedaba de dialéctica termine desdibujándose al tiempo que ve derrumbarse las instituciones con las que había comprometido de manera idolátrica o enajenada su fe ¿Qué le quedaría como única certeza delante de sus ojos? Si para él la construcción del socialismo es algo dudoso o imposible, lo único duradero que le quedaría de Marx es el productivismo y el progreso tecnológico que tienen en el capitalismo su máxima expresión. Entonces, le importaría un pepino el precio humano de estos grandes y deslumbradores avances. De ahí a comenzar a hablar, ambiguamente, de postmodernidad, posthistoria o cruzar las líneas enemigas no hay más que un paso. No tengo la menor la duda de que un marxismo a medias y caricaturesco—¡y ese es el que más se ha enseñado y propagado!— es la mejor preparación ideológica para convertirse en el más disciplinado, conformista e intolerante ciudadano del capitalismo mundial.  

Yo defiendo la Revolución cubana, en primer lugar, porque ha sido esencialmente justa, y en segundo lugar, porque me da la gana. Además,  me encantan y me convencen las cosas que ya no están de moda, ya que la verdad nunca emergió por una mayoría de votos, y eso quedó demostrado con los procesos judiciales de Jesús y Sócrates. Creo en los pueblos, pero no en las masas que solo saben comprar o linchar.

Con el proceso social encabezado por Fidel Castro, Cuba entró en la historia universal y en el camino de la justicia. Ese caballero manchego es superior éticamente a sus concepciones filosóficas. No. No estoy de acuerdo con él en todo. Me opongo a su vocación democrática que, aunque reprimida por la hostilidad norteamericana, se ha manifestado con excesiva magnanimidad. Me opongo a su excesiva fe en el progreso. Pero no me opongo ni a su grandeza, ni a la de sus actos.

De Cuba defiendo su proyecto, pero en todo caso la defiendo tal como está, pues, aun así, es más humana que todas las democracias que cada cuatro o seis años eligen más de lo mismo.

Algo de las herramientas de Marx se queda conmigo. Los que renunciaron a él fueron los comunistas—digo, los europeos—, mientras que en el Departamento de Estado sí lo siguen leyendo en serio. Soy tomista, heideggeriano, solofloviano y ultrareaccionario, pero no es a Santo Tomas, Heidegger, Soloviev o Gómez Dávila a quienes le debo la patria.


Saturday, April 23, 2016

Fragmentos sin imán

Curioso cómo en Cuba antiguos ultramilitantes "marxistas", que citaban más los manuales soviéticos que al mismo Marx, han asumido ahora toda la parafernalia conceptual de la postmodernidad y se han contagiado con la epidemia de political corretness que desde hace mucho aqueja al universo académico norteamericano: feminismo versus falocentrismo, discursos de género, estudios culturales, estudios postcoloniales, negritud versus "blanquitud", homosexualidad versus heterosexualidad.

En su caída, el campo socialista al parecer arrastró consigo el prestigio teórico de la ideología que supuestamente lo sustentaba, es decir, el "marxismo". Habría que preguntarse hasta dónde el pensamiento de Marx era sustento de ese mundo en quiebra, hasta dónde la crítica demoledora de toda ideología pudiera haber devenido, ella misma, una retórica ideológica que justificara el statu quo burocrático. De haber sido seguidor de Marx en esos momentos, no habría dejado que mis convicciones ni mis certezas teóricas cayesen bajo los escombros del Muro de Berlín, del mismo modo que un católico romano no dejaría de ser tal si desapareciera el Vaticano. Pero yo no era marxiano y mucho menos comunista. Al contrario, fui uno de los que festejaron el derrumbe y hasta encargué uno de los ladrillos a un primo que, gracias al CAME, trabajaba en la RDA. Me quedé sin el ladrillo, y el primo  nunca regresó... Pero una posterior certeza vivencial me hizo ver que sí, que los puntos fundamentales de las tesis de Marx conservaban una terca salud. Entre ellos, la contradicción entre los que poseen los medios de producción y los que solo poseen su fuerza de trabajo como mercancía y son explotados dentro de ese orden, y mi anhelada democracia no era más que un mecanismo de entretenimiento infinito para postergar y encubrir esa tensión estructural y sus consecuencias. Esa contradicción fundamental generaba un sujeto de cambio histórico constituido por los desposeídos, tuviesen la identidad racial o sexual que fuese. Pero ese potencial sujeto de cambio, en manos de ciertos teóricos y sagaces estrategas estatales, se fue fragmentando entre hombres y mujeres, negros y blancos, heterosexuales y homosexuales, emigrantes y nacionales, falocéntricos y feministas. El capitalismo, muy "generosamente" después de  dramáticas jornadas, fue capaz de conceder a cada uno de estos desmovilizados fragmentos —siempre que se comportaran como tales—  una porción de "derechos" dentro de un Orden que se autodefinió como el Fin de la Historia.  Los blue jeans desagarrados de los escandalizantes rockeros entraron en las vidrieras comerciales, y los rockeros mismos empezaron a cantar en la Casa Blanca. Los obreros, después de aquellas centenarias luchas por la jornada de ocho horas, se convirtieron en ejemplares ciudadanos que ruegan por horas de overtime. De todos aquellos esfuerzos transgresores solo quedan algunos blue jeans y un budismo con tarjetas de crédito que ha pactado con el samsara infernal de las leyes de Adam Smith.

Los franceses, que nunca se quedan atrás si de la moda se trata, convirtieron el "revés" del 68 en una "victoria". Con el usual talento de sus escritores y teóricos, empaquetaron su fracaso revolucionario y su eterno culipandeo con el nombre de postmodernidad, y ay de quien se rehusara a admitir la nueva boutique conceptual, ese no era más que un "moderno" con la cabeza llena de "metarrelatos". Gracias a Dios, yo conocía a Spengler y sabía que todos estos "saberes" no eran más que estertores de la decadencia, desde el New Age hasta los estudios postcoloniales. Leer  pensadores alemanes aunque sea traducidos, nos quita el miedo ante La Línea Maginot de esa "izquierda" supuestamente transgresora  que no es más que el flautista de Hamelin del Capitalismo global.

Convertir cualquiera de esas involuciones conceptualizadas en paradigmas teóricos analíticos para minar a Cuba desde dentro es una canallada.

Ahora resulta que Cuba, la que ha peleado solita en medio de la noche mundial de la Usura, la que ha dado todo por todos, es "racista" y "falocéntrica". Hay que ser un desvergonzado para calificar de racista a un Estado que, a pesar de algunas terquedades psico-sociales inerciales de la población, no ha hecho más que promover a todos los sectores más desfavorecidos desde los orígenes de la nación. Esa nación y ese estado fueron los que hicieron efectivo el proceso de descolonización de África y el fin del apartheid. Así que si alguien quiere hablar de antirracismo y postcolonialidad en serio, que les pregunte  a los seguidores de Nelson Mandela, dónde, si no en La Habana, se puede hablar con autoridad moral.


En  fin, que debe de haber maneras mas dignas de conseguirse una beca en una universidad norteamericana. ¿O no?

Wednesday, April 13, 2016

Dios los cría...

Una amiga me ha comprado un ejemplar de la primera edición “revolucionaria” de 1984, publicada recientemente en Cuba. Al parecer, tras las revelaciones de Edward Snowden, se ha comprendido que esa novelada y sombría acusación anti-totalitaria trasciende el uso anticomunista que se hizo de ella desde los tiempos en que su autor, George Orwell, después de participar en la guerra civil española del lado republicano, había devenido “socialista democrático”, como casi todos aquellos intelectuales que se nuclearon alrededor de la revista Encounter –ese “fino” proyecto de la CIA que supo aunar en sus publicaciones desde intelectuales de izquierda o existencialistas hasta católicos, siempre y cuando se opusiesen claramente al “totalitarismo soviético”, como Jaspers, Adorno, Melvin Lasky.


¿Quién iba a saber que el mismo Orwell, el combatiente de Cataluña, terminaría siendo un informante del Gran Hermano británico? ¿Quién iba a saber que entregaría una larga lista de intelectuales procomunistas entre los que estaba el nombre de Charles Chaplin? ¿Qué iba a saber yo, a los catorce años y dueño celoso de uno de los escasos ejemplares de 1984 que circulaban en mi ciudad?

Al fin y al cabo fue una buena lectura, como lo fue ese inolvidable texto titulado La Hora 25, de Constantin Virgil Gheorghiu , prologado por Gabriel Marcel. Me enteré después de que se había descubierto que Gheorghiu había pertenecido a la Legión de San Miguel Arcángel (o Guardia de Hierro) de Corneliu Zelea Codreanu , que además de antiliberal y anticomunista era también antijudía o anti-sionista, y que, por eso, Marcel retiró su prólogo de futuras ediciones. Recuerdo ese prólogo de Marcel en que citaba benévolamente los Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844 de Marx y elogiaba el concepto de “enajenación”, primera invitación no oficial que acepté de leer y tomar en serio al autor de El Capital, a pesar de mi anticomunismo de entonces. Esa misma invitación me la reiteró años después un sacerdote católico, cuando yo, recién bautizado, me reuní con él en El Cobre. Recuerdo que me insistió en el artículo que Lenin había escrito para la Enciclopedia Británica, y que me prestó también El Pensamiento de Marx de Jean Yves Calves, ¡que buen libro! ¿Dónde andará ese sacerdote? Había un Obispo que vivía alarmado con el izquierdismo de ese cura. Me han dicho que después de visitar varias veces Miami, una señora muy manipuladora, a sabiendas de la debilidad del cura por los dulces, lo llevó a una dulcería y que, tras una comelata de brazos gitanos y confituras francesas, el hombre terminó cantando Happy Birthday con Carlos Alberto Montaner, y ni esta boca es mía de Teología de la Liberación… Bueno, por lo que veo, estoy embarca’o, porque al parecer soy el único ñangara católico que queda…

¡Cuántos rollos se busca uno por los libros y el cabrón asunto ese de “la verdad”!  ¿No habría sido mejor aprender a bailar?