(Ejercer el poder, aun desde el máximo
consenso, desde la más clara voluntad y acción de servicio, siempre será una
labor terrible, un ¨embarrarse¨ en el tremedal de la contingencia histórica.
Tomar decisiones entre polos disyuntivos que comportan un quantum de
desgarramiento, agonía o tragicidad.
Explicarse los fenómenos histórico-sociales solo por la presencia de los grandes hombres es una cómoda tentación o una tontería anecdótica. No obstante, cuando un hombre asume el liderazgo de un proceso histórico, carga sobre sí, en la simplicidad de su nombre singular, toda la complejidad plural de ese quehacer y sus consecuencias. Es decir, que por leyes, al parecer ancestrales e inevitables de simbolización referencial, todo el proceso queda estampado bajo el nombre del líder, y este nombre se convierte en la metáfora sacrificial y unitiva de la enmarañada y pujante realidad. Todo acto histórico genera dinámicas ulteriores que no estaban inscritas en el proyecto ni en el pensamiento del sujeto que le imprime su impronta. A esto algunos lo han llamado la “heterotelia” de la acción, señalando con ello la presencia en lo histórico de un componente o material resistente y evasivo, de un excedente de irracionalidad.
Explicarse los fenómenos histórico-sociales solo por la presencia de los grandes hombres es una cómoda tentación o una tontería anecdótica. No obstante, cuando un hombre asume el liderazgo de un proceso histórico, carga sobre sí, en la simplicidad de su nombre singular, toda la complejidad plural de ese quehacer y sus consecuencias. Es decir, que por leyes, al parecer ancestrales e inevitables de simbolización referencial, todo el proceso queda estampado bajo el nombre del líder, y este nombre se convierte en la metáfora sacrificial y unitiva de la enmarañada y pujante realidad. Todo acto histórico genera dinámicas ulteriores que no estaban inscritas en el proyecto ni en el pensamiento del sujeto que le imprime su impronta. A esto algunos lo han llamado la “heterotelia” de la acción, señalando con ello la presencia en lo histórico de un componente o material resistente y evasivo, de un excedente de irracionalidad.
El “intelectual” puede llegar a saber esto y hasta describir el fenómeno, pero lo más seguro, lo habitual, es que terminará aterrándose ante ello, y, en un salto de abstracción, se refugiará en un cielo de arquetípicas esencias en el que siempre dispondrá de coartadas metafísicas y “geométricas” para acusar las imperfecciones de todo obrar y osar. El político, digo, el revolucionario, el que sin olvidar las exigencias del Cielo y precisamente por ellas permanece “fiel a la Tierra”, el que quiere cambiar la realidad y para ello no cuenta con más mundo que este, meterá las manos en la viscosa opacidad heterotélica de la Historia y asirá por los cuernos la “obscura acometida”, sabiendo que, inevitablemente, por leyes de simbolización, cargará sobre sí la responsabilidad por las patadas que a diestra y siniestra lanza la Bestia intentando la fuga o la revancha.
Despertar a un pueblo y situarlo rigurosamente frente a su propia historia, haciendo que a través de la praxis revolucionaria o resistiéndose a ella se manifiesten o revelen los poderes ocultos de la alienación, es una tarea original y trágicamente hercúlea. Tarea para la que Platón en La República había previsto la crucifixión. Es difícil renunciar a la comodidad de la ceguera. Salir de la Caverna o renunciar a las ollas de Egipto, divorciarnos de las mentiras con que nos habían casado y obligado a vivir y sentir ante la verdad que el mundo nos caía encima y la tierra les negaba la sólida certeza a nuestros pies… Romper con la obviedad ocultante, con la complicidad sensual de lo cotidiano y los inveterados hábitos mentales que, como “costra tenaz del coloniaje”, velan nuestra cautividad y ciegan las fuentes de nuestra historicidad o capacidad de ex-sistir, de apertura al Ser…).
Hasta aquí transcribo unos apuntes que hice en Miami hace muchos años, a raíz de una de las tantas “muertes” de Fidel Castro celebradas en esa ciudad. Esa vez me creí la noticia y sentí la necesidad de saldar mis cuentas con esa tamañuda figura de la Historia y de mi vida, pues tuve el duro y bello privilegio de nacer bajo su tiempo. Recuerdo que la canalla celebró más de siete veces el deceso del líder cubano. Pero siempre se disipaba la noticia, gracias a Dios, y yo postergaba mi artículo, y eran los personajes de la localidad, aquellas malignas caricaturas de la Historia, quienes en patética y defecatoria procesión terminaban uno tras otro en las cajas funerarias de San Nicolás del Peladero o Miami, capital de la ridiculez y la mezquindad históricas.
Pero esta vez sí es cierto. Estoy en Cuba. El pasado
sábado en la mañana un amigo golpeó en mi puerta con la noticia envuelta en la
evidente tristeza de su voz. Y evoqué el momento en que, ya con cuarenta y
cinco años y después de un largo y doloroso proceso de parto ideológico, pude
estrechar la mano de ese hombre que desde lo alto de su enigma me miró con una
expresión algo sonriente que generaba confianza, aunque también una sensación
escalofriante. Creo recordar que me dijo dos palabras. Su irradiante y
silenciosa estatura moral junto a su estatura física era algo imponente, por no
decir casi aplastante o estremecedor. Sí, hay que vencer los fariseos pudores
postmodernos que nos impiden reconocer la existencia de los grandes hombres,
mal que le pese al enanismo resentido que no soporta mirar pa´rriba, pues su mezquindad se consuela con nivelarlo todo en la
pequeñez del nunca romper el cascarón del egoísmo, de la falta de corazón, inteligencia
y coraje. Alrededor del poder, cuando es ejercido sacrificialmente, merodea un
asunto sacro que no es tan fácil de deconstruir o laicizar como se cree desde
las tonterías o sandeces racionalistas de la Ilustración. Pésele a quien le
pese, hay hombres elegidos y envueltos por una investidura cenital o abismal… Yo
creo en el Dios revelado en Jesucristo, y eso me libera de cualquier tentación
idolátrica, pero esa misma libertad que me viene del Trascendente, del Único
que verdaderamente Es y Será, me permite a la vez reconocer agradecido y sin
miedo la existencia de los héroes, de los “elegidos que no caben en la muerte”,
esos que se consumieron como velas alumbrando a los demás, esos que para los
griegos ocupaban un estrado entre los hombres y los dioses. Yo estuve frente a
ese gigante sacrificial del siglo veinte que despertó a mi país a una
paradójica y terrible misión olvidada desde Dos Ríos… ¡Este país que al mismo
tiempo que se puede enorgullecer de un pueblo de hombres generosos, alegres y
valientes también adolece de una plebe o comparsa inercial de gente baladí,
pachanguera, choteona y malagradecida! Gentes que, como decía José Julián,
comieron y bebieron, pasaron por la vida y no supieron de sí…
Antes de que Fidel se volviera hacia mí, yo, temiendo que pasara de largo, extendí mi brazo derecho y lo agarré fuerte por el hombro izquierdo, no sé cómo me atreví… Bajo mis dedos, a través de la tela suave de su traje gris, sentí la dura extremidad de su clavícula. Un guardaespaldas negro y gigantesco me susurró al oído: Oye, deja la mano ahí pero afloja, ¿me oíste bien? Entonces Fidel se volvió… Pasada la comitiva, quedé desconcertado, me serví un trago —alguien me había dicho dos horas antes que no tomara ni una copa hasta que lo saludara, pues al Comandante no le gustaba el aliento alcohólico ni los ambientes de bebedera —, y creo que fue un dirigente cubano quien me alentó a llevarle a mi mujer uno de los ramos de orquídeas y lirios que adornaban la mesa y una botella de vino: dile que es un regalo de Fidel… Tarde en la noche caminé altivo por la solitaria calle de La Plaza hasta Zapata y A. Dentro de mí dialogaban sosegadamente Marx, Santo Tomás, de Maistre, Dostoyevsky… Desperté a mi mujer, celebramos y mi hija comenzó a crecer en su vientre. No puedo negar que a veces he sido dichoso, aunque fuese una misteriosa tregua de un par de días… Después volví a mi ciudad de provincia donde ¨Caín y Abel continúan dándose puntapiés bajo la mesa¨, donde algunos oportunistas, camaleones, burócratas y gente mal nacida han intentado —y casi han logrado—, con sorna y envidia, hacerme olvidar que he luchado de verdad por mi país sin repetir consignas de guatacas, sin esperar nada a cambio, y que me he asomado por instantes a la grandeza humana. Han pasado muchos años. Camino solo. Pienso. Pienso en mis largos días… Personalmente no le debo nada a la Revolución, incluso algunos de sus seguidores oportunistas, en tiempos de soberbia triunfalista y de la indestructible Unión Soviética, antes de traicionar como siempre hacen, destrozaron mi juventud y me hicieron miserable la vida. Yo, que nunca había sido revolucionario, me sumé a la Revolución precisamente cuando desde lejos la vi pelear sola, como un león herido en medio de la noche mundial de la usura y la avalancha de los mercaderes del templo tras la caída del Muro de Berlín. Nunca se había visto en la Historia algo parecido, un duelo tan desigual. Era Leónidas y los trescientos espartanos, era una verdadera Orden de Caballería que eclipsaba mis amadas leyendas del Medioevo.
Soy un reaccionario medieval, pero estuve dispuesto a ir con los ¨comunistas¨ o nacional-revolucionarios cubanos hasta la muerte, pero solo hasta ahí… no más allá, como solía decir José Bergamín. Aunque bajo apelaciones teóricas ateo-marxistas, la Revolución cubana trajo el mandato evangélico de la justicia social, pero, sobre todo, como último acto de la Contrarreforma contra la avalancha blanco-anglosajona-protestante, sacó a mi país de la cautividad. Fidel fue hijo espiritual de San Ignacio de Loyola y Alonso Quijano; Julio Antonio Mella —Nicanor Mac Partland—, Antonio Guiteras y Ernesto Guevara tenían sangre irlandesa ¡Extraños caminos de la Providencia! No le debo particularmente nada a la Revolución, ni un viajecito a Bulgaria, ni una beca en la Unión Soviética, ni un puestecito de comisario. Nada en específico. A ella y a la Iglesia ¡les debo todo!
Tuve esperanzas de volver a encontrarme con Fidel. Creía tener mucho que contarle y hasta sugerirle. Imaginaba que nos íbamos a reír muchísimo de las ¨razones¨ que yo había tenido en mi juventud para oponerme a él. Me creí con derecho a ese encuentro, quería contarle del trabajo que me había costado entenderlo, además de que desde niño había escuchado todos sus discursos por más de treinta años y él nunca me había escuchado a mí, ¡gracias a Dios!
Ahora la posibilidad de ese diálogo ha quedado rota, del mismo modo que sucedió con mi hermana, mi padre, mi hermano y mis dos tíos. Las personas amadas se mueren así, inesperadamente, sin que les hayamos dicho lo más esencial. Vivimos inmersos en la irresponsabilidad metafísica ante la finitud, en la postergación inconsciente de las tareas que la muerte le impone al amor. Y así nos caen encima sábados grisáceos como este en que según un trovador cubano ¨la tarde se pone triste, y la lluvia trae un dolor¨… ¡Y qué dolor!
Esa muerte nos disminuye, como diría John Donne. Con Fidel se va buena parte de nuestras vidas, al tiempo que con él se nos acaba la comodidad moral de vivir a la sombra fundacional de un hombre grande que era capaz de prever, descubrir y neutralizar a tiempo cualquier oscura trama imperialista y de enfrentar de manera genial y creadora cualquier inesperada adversidad. Su ausencia nos pone ante la vastedad exigente de un campo de responsabilidad, pero en ese mismo campo hay sembradas buenas semillas que podrían germinar a pesar de la cizaña que no es poca.
Antes de que Fidel se volviera hacia mí, yo, temiendo que pasara de largo, extendí mi brazo derecho y lo agarré fuerte por el hombro izquierdo, no sé cómo me atreví… Bajo mis dedos, a través de la tela suave de su traje gris, sentí la dura extremidad de su clavícula. Un guardaespaldas negro y gigantesco me susurró al oído: Oye, deja la mano ahí pero afloja, ¿me oíste bien? Entonces Fidel se volvió… Pasada la comitiva, quedé desconcertado, me serví un trago —alguien me había dicho dos horas antes que no tomara ni una copa hasta que lo saludara, pues al Comandante no le gustaba el aliento alcohólico ni los ambientes de bebedera —, y creo que fue un dirigente cubano quien me alentó a llevarle a mi mujer uno de los ramos de orquídeas y lirios que adornaban la mesa y una botella de vino: dile que es un regalo de Fidel… Tarde en la noche caminé altivo por la solitaria calle de La Plaza hasta Zapata y A. Dentro de mí dialogaban sosegadamente Marx, Santo Tomás, de Maistre, Dostoyevsky… Desperté a mi mujer, celebramos y mi hija comenzó a crecer en su vientre. No puedo negar que a veces he sido dichoso, aunque fuese una misteriosa tregua de un par de días… Después volví a mi ciudad de provincia donde ¨Caín y Abel continúan dándose puntapiés bajo la mesa¨, donde algunos oportunistas, camaleones, burócratas y gente mal nacida han intentado —y casi han logrado—, con sorna y envidia, hacerme olvidar que he luchado de verdad por mi país sin repetir consignas de guatacas, sin esperar nada a cambio, y que me he asomado por instantes a la grandeza humana. Han pasado muchos años. Camino solo. Pienso. Pienso en mis largos días… Personalmente no le debo nada a la Revolución, incluso algunos de sus seguidores oportunistas, en tiempos de soberbia triunfalista y de la indestructible Unión Soviética, antes de traicionar como siempre hacen, destrozaron mi juventud y me hicieron miserable la vida. Yo, que nunca había sido revolucionario, me sumé a la Revolución precisamente cuando desde lejos la vi pelear sola, como un león herido en medio de la noche mundial de la usura y la avalancha de los mercaderes del templo tras la caída del Muro de Berlín. Nunca se había visto en la Historia algo parecido, un duelo tan desigual. Era Leónidas y los trescientos espartanos, era una verdadera Orden de Caballería que eclipsaba mis amadas leyendas del Medioevo.
Soy un reaccionario medieval, pero estuve dispuesto a ir con los ¨comunistas¨ o nacional-revolucionarios cubanos hasta la muerte, pero solo hasta ahí… no más allá, como solía decir José Bergamín. Aunque bajo apelaciones teóricas ateo-marxistas, la Revolución cubana trajo el mandato evangélico de la justicia social, pero, sobre todo, como último acto de la Contrarreforma contra la avalancha blanco-anglosajona-protestante, sacó a mi país de la cautividad. Fidel fue hijo espiritual de San Ignacio de Loyola y Alonso Quijano; Julio Antonio Mella —Nicanor Mac Partland—, Antonio Guiteras y Ernesto Guevara tenían sangre irlandesa ¡Extraños caminos de la Providencia! No le debo particularmente nada a la Revolución, ni un viajecito a Bulgaria, ni una beca en la Unión Soviética, ni un puestecito de comisario. Nada en específico. A ella y a la Iglesia ¡les debo todo!
Tuve esperanzas de volver a encontrarme con Fidel. Creía tener mucho que contarle y hasta sugerirle. Imaginaba que nos íbamos a reír muchísimo de las ¨razones¨ que yo había tenido en mi juventud para oponerme a él. Me creí con derecho a ese encuentro, quería contarle del trabajo que me había costado entenderlo, además de que desde niño había escuchado todos sus discursos por más de treinta años y él nunca me había escuchado a mí, ¡gracias a Dios!
Ahora la posibilidad de ese diálogo ha quedado rota, del mismo modo que sucedió con mi hermana, mi padre, mi hermano y mis dos tíos. Las personas amadas se mueren así, inesperadamente, sin que les hayamos dicho lo más esencial. Vivimos inmersos en la irresponsabilidad metafísica ante la finitud, en la postergación inconsciente de las tareas que la muerte le impone al amor. Y así nos caen encima sábados grisáceos como este en que según un trovador cubano ¨la tarde se pone triste, y la lluvia trae un dolor¨… ¡Y qué dolor!
Esa muerte nos disminuye, como diría John Donne. Con Fidel se va buena parte de nuestras vidas, al tiempo que con él se nos acaba la comodidad moral de vivir a la sombra fundacional de un hombre grande que era capaz de prever, descubrir y neutralizar a tiempo cualquier oscura trama imperialista y de enfrentar de manera genial y creadora cualquier inesperada adversidad. Su ausencia nos pone ante la vastedad exigente de un campo de responsabilidad, pero en ese mismo campo hay sembradas buenas semillas que podrían germinar a pesar de la cizaña que no es poca.